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La noche sobre Europa

Escapando

Capítulo VIII

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

En poco tiempo llegamos a Trieste.

Sólo con Iván, Vlado y Dushan —algunos se habían quedado en distintas etapas del viaje— buscamos una pensión en donde reponer fuerzas. Habíamos viajado, caminado... y con el estómago casi vacío nos rendimos en cuanto vimos las camas del cuarto. Las monedas que mamá había cosido en mi cinturón me sirvieron para situaciones como ésta. Mis amigos no tenían dinero. Los demás se repartieron también en cuartos; entre ellos, Milan. Era una suerte contar en el grupo con alguien que hablara italiano.

Los encuentros, los mensajes, los rumores incluso, tenían una importancia vital. Iván encontró en un bar a una persona a quien se le podía pagar un salvoconducto: mi objetivo era reunirme con el rey Pedro, que se encontraba en Suiza. El trámite parecía sencillo, pero todo se complicó cuando este hombre me citó en Gorizia. Viajé hasta la antigua ciudad y anduve durante horas en la plaza principal, yendo y viniendo por sus callecitas angostas para no resultar sospechoso.

Pero el hombre no apareció. Tal vez lo habían descubierto, tal vez en alguna parte se cortó el hilo. Suiza era impenetrable sin bastante dinero.

Pasé cerca del palacio Pallavicini, familia de Arthur, el reciente marido de Victoria. Pero no me atreví a entrar cuando vi centinelas alemanes en los portones y en el gran patio de entrada. Frustrado, emprendí el regreso.

Al regresar a Trieste encontré las avenidas y calles principales atravesadas de barricadas. Los ejércitos italiano y alemán estaban en estado de alerta: una unidad de tanques, dirigida por un general de Tito, avanzaba para tomar la ciudad. Otra vez arremolinados por el viento de la huida, salimos de la pensión en donde me esperaban, y fuimos a la ruta. Unos camiones italianos nos arrojaron en Údine. Y allí, buscando siempre ir hacia el sur, hacia Venecia, subimos al último camión de un convoy alemán que transportaba municiones. Ahora sí viajábamos sentados sobre un cargamento de pólvora.

Los camiones subían y bajaban pendientes por colinas arboladas. Entre el follaje aparecían viejas casas de piedra. Nadie en los senderos. Al llegar a Pordenone, vimos que el pueblo se había replegado, como si se hubiera metido hacia adentro: la gente nos espiaba desde las cocinas, detrás de los postigos. Era un silencio amenazante. De pronto empezaron a silbar las balas. La resistencia comunista italiana acechaba ese convoy. Los alemanes detuvieron la marcha y repelieron el fuego. En ese momento una anciana entornó un postigo y nos hizo señas. Era una escuela. Saltamos del camión y, agachados, gateando, entramos. Otra vez la simpatía apareció en el rostro ajado y oscuro de una anciana que nos gritaba «Bambini!» y nos señalaba la puerta. Nos habrá visto jóvenes, de civil, ajenos a esa emboscada. Los alemanes, doce en total, se abrieron camino entre el fuego de la resistencia, y escuchamos los motores perdiéndose en la distancia. Luego, el silencio.

Salimos a mirar desesperados cómo se iban a lo lejos con nuestras pertenencias y nuestra posibilidad, al menos inmediata, de seguir el viaje. Discutíamos rabiosos, cuando llegaron unos cincuenta italianos armados. Nos preguntaron quiénes éramos, de dónde veníamos. Cuando nos pusieron en fila, uno me miró con recelo mientras me apoyaba contra la pared a punta de fusil.

—¿Tedesco? —preguntaba—. ¡Tedesco!

Y yo, que no hablaba italiano, asentí estúpidamente. Recién ahí me di cuenta del terrible error. Sentí mi palidez, como si la sangre ya se hubiera fugado de mi cuerpo; sentí el temblor en mis piernas; sentí la injusticia de que algo así me sucediera después de haber escapado tantas veces de la muerte.

Con la boca del fusil en el vientre, cortándome la respiración, pensé en mi absurdo final. Entonces intervino Milan, el único del grupo que hablaba italiano. Explicó que yo era prisionero de guerra escapado de los alemanes. El otro preguntó:

—¿Y por qué lleva ese uniforme?

—No es uniforme, es un equipo deportivo que consiguió.

Me había puesto esa ropa en Linz porque era más cómoda para trabajar y para viajar, sin reparar en que el color blanco-grisáceo podría identificarme con los equipos de montaña alemanes. Coincidencias que me pudieron costar la vida. Volvió la paz cuando los partisanos, derrotados pero eufóricos, nos hicieron levantar el puño y vivar a Stalin y a Tito. ¡Y lo hicimos! Ellos buscaban a los alemanes que se les escaparon, y ahí estábamos nosotros como regalo del cielo para compensar su frustración. ¿Quién querría morir así, por error?

Se fueron cantando, y nosotros quedamos otra vez amigos con la suerte. La anciana de la ventana se asomó para regalarnos un pan. Aún estaba tibio y aromático. Lo tomamos entre varios y lo hicimos girar como cuando festejábamos nuestra «slava», fiesta del santo patrono en cada familia. Y luego, como una comunión, lo compartimos bajo un árbol. Era el pan de la vida.

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Copyright ©Livia Felce, 2005
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Fecha de publicaciónMarzo 2007
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