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El esquema

Héctor Lisonje
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Rudimentos, falacias, trozos de olvido, la vida y la muerte postuladas como un juego cordial e innecesario. Los cafés ya no son lo que siempre fueron, la literatura ha prostituido su entraña, ha silenciado su auténtico significado sumergiéndolos en demasiado espejos, imponiéndoles demasiadas servidumbres equívocas. Y no me importa que me llamen maniático, pues en verdad es lo que pienso y, además, la verdad siempre es un poco una manía. Eso sí, una manía convenida, una manía que pertenece a todos. Elena asiente a todo esto y, aunque sé que estoy aburriéndola, continúo hablando como si le interesara, como si me estuviera escuchando. ¡Qué otro remedio cuando uno se está confesando que soportar la indiferencia, latente o declarada, del confesor! Elena está pensando en otra cosa, es evidente, sus ojos flotan sobre mis hombros; sólo cuando enfatizo una frase o mi voz se vuelve ronca en un rapto de furor parlamentario, ella posa sus ojos en los míos. Otra vez asiente con una mueca de atrasada simpatía, pero su ensimismamiento es notable. Se le resiste el esquema para esta noche. Cosa nada habitual es que ya ha roto varias hojas, que no encuentra la fórmula. Empecinada, nerviosa, muerde el lápiz. Duda, me mira, vuelve a dudar. Recuerdo entonces algo que muchas veces he pensado: que, a diferencia del hombre, la primera arma que empuña o que trata de empuñar una mujer es siempre una idea. Pido otros dos cafés. Elena nunca rechaza otro café. Es una adicta a esta sustancia negra, caliente, agradecida. Café, insustituible desgaste de media tarde, inútil ejercicio de un romanticismo que llevamos demasiado previsto como para creer verdaderamente en él. Yo prefiero el whisky, un ardiente dolor en el ánimo y la nostalgia, pero ante ella siempre cohíbo mis impulsos. Si estuviera solo, si en esta tarde horrible estuviera solo, la solucionaría con una borrachera. Uno tras otro, sin control; el más feliz de los desmadres es aquel que no nos indica nuestra paulatina proximidad al abismo. Mejor encontrar el precipicio cuando no haya solución, cuando todo esté definitivamente en el aire, cuando coincida el anuncio de su bárbara existencia con el final de la inútil nuestra.

A Elena no le basta con ser malvada; necesita, además, la publicidad de sus intrigas y de sus más aciagas industrias: entretenimientos de loca. Necesita la aprobación o la reprobación; en todo caso, el conocimiento, el estupor de quienes lo puedan, acaso, contar sin acabar de creerlo. Ejerce todos sus placeres con recursos de maga y de vagabunda, figuras de las que adopta la inverosímil precisión y la infinita distancia. Como tantas otras veces, me ha trazado un plano sobre un papel, aunque esta vez el diseño le haya resultado bastante más conflictivo y, según sospecho, también más penoso. Parece que, además de inventar, hubiese tenido la necesidad de coordinar. Allí, detallado casi profesionalmente, se especifica dónde he de encontrarme con la mujer (que esta vez se llama Fernanda pero que tantas otras veces habían sido Luisa o Marga, pobre Marga), dónde he de acometerla y con qué palabras y presunciones, la elección exacta de mi mejor seducción, el preferible aliento, el peinado más convincente y varonil. Incluso un dibujito de trazos amanerados, en un margen, me representa en diferentes posturas y clamores.

Nunca me niego a sus propuestas, es decir, a sus educados mandatos: los antecedentes, pues, justifican la solvencia desenfadada con que me lo ha planteado, sabiendo de antemano que estoy condenado a aceptarlo.

Elena me ordena que me levante. Desea inspeccionar la indumentaria que previamente me ha ordenado, el chaleco carmesí y los pantalones rajados, asegurarse de que llevo el cuchillo y de que no me he afeitado desde hace nueve días. El chaleco parece disgustarla. Le digo que era lo mejor que había de segunda mano: con una rabia seca que tritura las palabras me replica que mejor debiera haber ido ella y que no se me puede dejar solo. Se centra en la barba, arrastra la yema de los dedos a cuyo paso siento crujir el vello. Con austera satisfacción, finalizado el lento dibujo tras el cual siento nacer un rostro más nuevo y feliz, me palmotea la cara con esa mano suya tan fría y concienzuda que hasta cuando acaricia parece que indaga. Para esas verificaciones no era necesario hacerme levantar, exponerme a las miradas o a la indiferencia, pero Elena se inclina de continuo por las acciones absurdas. No conviene contradecirla, sus enfados son harto más amargos que la manifestación continuada y consentida de sus rarezas. En la cafetería nadie nos mira. Hay poca gente, y los pocos que hay, siempre los mismos, conocen nuestros juegos, nos conocen como esa pareja excéntrica que se divierte mucho pero que jamás sonríe: un amor con objetivo, pueden pensar, un amor consciente, entristecido, un amor sin arrumacos y sin anécdota. Pero esta asamblea no exige, no enjuicia; el silencio y la indolencia son sus rostros más severos. Con total tranquilidad puedo sacar ante ellos el cuchillo, ofrecerlo a la luz para examinar el filo, volver a envainarlo cerca del pecho. Nadie chista, nadie mira siquiera. Son gente honesta, muy vivida. Les importa menos el esclarecimiento de nuestras prácticas que la demostración fehaciente de su discreción. Elena me hace un gesto y me dirijo a la barra, suelto unas monedas sobre el platillo, el camarero me escruta. Siento que mira hacia el pecho, siento que, eludiendo la camisa y el chaleco, le interesa el puñal. Lo ha visto y no puede olvidarlo. Le guiño un ojo para que comprenda que donde esté mi decisión no hay lugar para su curiosidad. Mejor que lo olvide. A las siete y media salimos. Elena camina junto a mí, el gesto inmóvil, tranquilamente malévolo, el esquema en una mano, los brazos acompasados y definitorios, elegante y rítmico el tacón. Desprende un perfume nada habitual, perfume propio de los salones donde muchas mujeres de mediana edad tratan de distinguirse en medio de un desequilibrio de pamelas y de fragancias intensas. Me extraña ese olor en Elena, siempre tan desdeñosa de la edad y tan impaciente de la reunión. Le digo algo sobre eso y no me escucha. Para ella sigo siendo un instrumento, y todos mis sacrificios no parecen conducir sino al afianzamiento definitivo de esa condición. Marca el camino con impaciencia, como un director al que le cuesta hacerse obedecer por un subalterno inepto. En ocasiones pienso que estas distracciones, lejos de constituir una prueba de mi amor por Elena, suponen una prueba de su crueldad. Llegamos, al fin, al lugar donde ha de producirse el encuentro. Como quien ejecuta un soborno improvisado, con una mano tensa que se curva y se parapeta entre dos cuerpos, me entrega el esquema. Está escrito en forma de diálogo. Elena me asusta: es capaz de prever las reacciones de los contrincantes, de anticipar los efectos precisos que engendrará su propia malicia en el sujeto designado. Conoce todos los giros humanos, todos los sistemas de defensa y los trasuntos fieles que, de esa resistencia desesperada, pueden aflorar a un rostro acosado. Este conocimiento exhaustivo del alma humana me hace verla como a un dios menor que, por alguna causa, ha perdido pie de la tarima infernal donde se dirimen los grandes procesos, quedando abocado a la ejecución mundana y bastarda de estas pequeñas masacres. Me da un beso en la mejilla, borra la marca del carmín con el pulgar sin saliva y se despide, no sin antes volver a instruirme como a un imbécil, repitiéndomelo todo desde el principio, interrumpiéndose de tanto en tanto para preguntar si lo he comprendido. Fernanda llega apenas unos minutos después de que Elena se haya ido. La abordo; una torpeza y un estilo animoso y conversador me bastan para persuadirla de mi carácter desenvuelto y para sugerirle las primeras perspectivas de una noche que puede ser hermosa. ¿Una copa, un desagravio? No soy un seductor, pero interpreto bien el papel de desesperado. Al fin y al cabo, un donjuán es un hombre que, desahuciado o aburrido, repite siempre la misma fórmula. Sólo hay que aprenderla y luego aplicarla con descaro, sabiendo que cada uno de nuestros actos conduce a la nada. De ahí que, no siendo eternas las repercusiones de un error, tampoco ha de ser excesivo el miedo a cometerlo.

Fernanda y yo nos movemos juntos, buscamos las calles más concurridas necesitados de aturdirnos con otros sonidos que apaguen nuestra conversación balbuciente: sonidos alegres de la gente que sale al calor y al bullicio y que ya se conoce, que no se ven obligados a estirar las palabras, a comentar el tiempo o las innumerables fatigas de la vida moderna como quien pronuncia un discurso vago pero trascendental. En esos entresijos preliminares descubro datos sobre ella, como que trabaja de enfermera en un hospital. Como prueba me ofrece su cuello para que olisquee con fuerza; según ella, debajo del perfume, un olfato hábil sabría descubrir el medicamento, el llanto del recién nacido o la métrica final de una expiración. Para ello tengo que hacer un esfuerzo considerable, ya que la extraña fragancia de Elena aún perdura en mí. Lejos de esa deficiente poesía de sanatorio, lo que aspiro es una sustancia fuerte, despiadada, que por un instante me nubla el sentido. Tardo en recobrarme, me desperezo lentamente de ese impacto, Fernanda se ríe de mi aturdimiento y aprovecha para sujetarme por los hombros: me agita lánguidamente mientras a media sonrisa dice algo que no escucho.

Como indica el esquema, para tomar una copa tengo que elegir lugares entre sórdidos y amables, con algo de miserable y luminoso. Nos instalamos en el primero que reúne esas condiciones, un bar de aspecto sencillo donde no faltan los espejos. El interior está muy iluminado, una luz blanca que pone vértigo a todos los ademanes, que recorta y palidece las sonrisas, que nos aísla como a sombras claras y felices. A los tipos como yo nos asustan estas luces; de algún modo, descubren que no somos lo que hablamos o que lo somos demasiado. En cualquier caso, desvelan que somos seres puros, que tenemos bien determinada una dirección, un rumbo en que desgastarnos con toda decencia: ¡un rumbo, lo peor que se puede tener en un mundo que no va a parte alguna! El camarero es joven y atento, y se mueve de un lado a otro con una rapidez que notoriamente supera a su inteligencia. Marcha por delante de las ideas, a veces el vacío se hace en él y tiene que pararse a esperar: parece que recapacita, pero en verdad sólo intenta recordar algo que nunca ha sabido. Fernanda no para de hablar. Está nerviosa. Es una mujer fea, envejecida, prematuramente despojada de su último esplendor por la rutina y por algún que otro desengaño. Inacabado para cualquier luz, tortuoso para los espejos, impracticable para la admiración y el homenaje, el rostro de Fernanda está deshecho por algunas partes, como si se le derritieran algunos ángulos, como si la nariz y los ojos se le sostuvieran sólo por costumbre. Ese estrago es común a la adolescencia y a la vejez, pues ambas épocas dejan los rostros sin resolver, tenazmente falseados. Además, siempre me ha parecido que todas las mujeres de este tipo tienen casta de funeral, una especie de certidumbre de lápida y árbol solitario que se les conjuga de pronto en los gestos de las manos y de los hombros y que les imprime un aire siniestro.

No me importa que sea enfermera, pero aún así le pregunto por el alcance de su cometido, por los momentos gratificantes que ese ejercicio le depara y, finalmente, con indefectible tono ácido, por el estado general de la sanidad. Elena deja establecido ese itinerario en sus instrucciones y como tal lo sigo. Hablamos y hablamos de esos asuntos y de otros aún más tediosos, pero no avanzamos. El gran problema es que me afano en sentirme atraído por esta mujer consumida. La cerveza no parece suficiente: no consigo verla hermosa. Las continuas referencias al hospital, a las enfermedades y a las curas han acabado secando mi vivacidad. Siento desvanecerse el plan, desplomarse sin remedio el simulacro. Necesito salir de este bar que poco a poco va quedando vacío. Sólo las palabras de esta mujer insulsa recorren el espacio en que recién se petrifican las mesas y el humo queda como anclado en los espejos. Entonces, como en tranquilo resto de explosión, vuelve a mí el olor punzante del cuello de la enfermera y todo adquiere un principio de alucinación, de hipnosis en que se estacionan los objetos, un flujo de vidriosa lentitud nos circunda de pronto y parece involucrarnos en una escena enteramente prefijada. Ya no depende de Elena y de su esbozo, mucho menos de mi obediencia y de la habitual fidelidad de mis actos a su capricho. La cosa ha escapado a mi control, la cosa es que el bar se ha vaciado, ha sucumbido a una desnudez que lo ha desposeído de su humanidad. Ahora es poco más que una abstracción donde, como por milagro, todavía caben las sillas y las mesas, donde todavía apenas se puede respirar. Todo esto no estaba en el esquema. Aún así saco el papel disimuladamente, lo poso en las rodillas para examinarlo. Busco algún anexo, quizá, que me permita interpretar en otra clave las instrucciones principales. Nada. La situación no varía, de pronto regresa el olor y una segunda oleada de simplificación sobreviene al local, del que ya sólo resisten las paredes convertidas en un aséptico ensamblaje de coordenadas. El camarero ha desaparecido, nadie en la barra, nadie en las mesas. Todo se ha hundido y estamos solos. De la calle no llegan ruidos y hasta el cuchillo parece aumentar de peso; para contrarrestar ese incremento me veo obligado a inclinarme ligeramente, mientras en mi cara se pinta una expresión de horrorizado esfuerzo. Denunciado por la rigurosa luz blanca, comienzo a sudar y a marearme, y a sentirme arrastrado por el desmesurado peso del cuchillo. Fernanda sigue hablando; no nota nada de todo esto o no quiere notarlo. Como en un escalofrío me penetra una idea atroz: quizá ella también tenga su esquema. Tengo que protegerme de su posible estrategia, tengo que reaccionar como sea al próximo golpe. El encono de una especie de metralla orgánica se aprieta en mi costado, me lo tortura al punto que apenas logro apagar los gemidos. Me ahogo, me quiebro. Con menos preocupación que amabilidad, la enfermera me pregunta si me encuentro bien. «Estoy bien», le respondo asqueado. El cuchillo se ha convertido en un lastre intolerable y no me permite moverme. Sin temor a revelar mi condición y mis intenciones, me desprendo de él con un heroico esfuerzo del brazo y lo arrojo al suelo, muy lejos. De repente, apenas tintinea el metal contra el piso, el bar se reorganiza alrededor, se disponen en precisas ráfagas todos los colores y tamaños. De nuevo encarnado el entorno, alzo la mirada y veo el rostro espantado de Fernanda, veo el cuchillo en el suelo, veo todos los rostros vueltos hacia donde estamos, la luz blanquísima que se demora sobre mí como un foco sobre una rareza. Entonces comprendo que a mi gesto ha seguido el silencio, entonces comprendo que el esquema ha fallado. Tan rápido como puedo recojo el cuchillo y salgo a toda prisa. Aún lo llevo en la mano rabiosa cuando camino las calles de vuelta a Elena. Me espera en un parque, pero para dentro de dos horas, cuando el esquema debiera haber quedado ejecutado como de costumbre. Voy allí y la espero sentado en un banco. Dos horas después, puntual, aparece Elena, exigente y sin sonrisa. Desde lejos me interroga. Mi gesto ha de ser elocuente, porque ni siquiera se acerca; ha comprendido el fracaso, me lo ha leído en la palidez y en los temblores, en la tímida parálisis que no me deja salir a su encuentro: sabe que no habrá nueva víctima. Se gira, vuelve sobre sus pasos con ademanes de airada repulsa, se marcha: entre la noche de una doble hilera de árboles se disuelve una figura que difícilmente volveré a ver. He perdido a Elena. Ahora dispongo de ese tan deseado tiempo para el whisky, de soledad para el variado reproche, de horas y horas para retorcerme y olvidar. Anochece y permanezco en el banco, la cabeza echada hacia atrás, mirando un cielo uniforme, limpio, sin el dibujo verdoso y mínimo de unas nubes solidarias. Una lágrima resbala admirablemente por el flanco derecho de mi rostro; reprimiendo las manos, la dejo que se seque sola entre la mejilla y la fiebre. Sin embargo, ese descanso me refresca, me voy recuperando, un impulso me demuestra que no todo está perdido. Medito con un nuevo pico de lucidez: «Los esquemas de Elena nunca fallan», me digo, y en el eco sucesivo de esa sentencia en mi mente observo una verdad inapelable. En todo caso soy yo el que ha fallado. A continuación, me convenzo de que no es insubsanable mi falta. El esquema se reedifica, se recompone en sus primeras vértebras. Aún puedo regresar, no al bar, pero sí a los alrededores, acechar a Fernanda, hacerme perdonar el incidente del cuchillo, volver a seducirla, desbaratar toda sospecha. Así lo hago. Entro incluso en el bar, donde no queda casi nadie y ya cierran. El camarero me mira desconfiado, me insta a salir apuntando al teléfono y mencionando la policía, apura luego las maniobras para bajar la reja. Deambulo un rato por calles que en la noche son monstruos equivalentes; de repente, desde la ventana de un tercer piso, alguien utiliza mi nombre para un grito. Es Fernanda, que me indica que suba con un brazo que gira feliz en la noche y unos ojos que vislumbro brillantes, inaplazables. Eufórico, no me detengo; sin esperar el ascensor, subo por unas escaleras muy estrechas. Llego, toco por última vez el cuchillo para saber que está ahí, la puerta está ya abierta, un pasillo, una luz al final desde donde bullen un calor y una música, las tensas asimetrías de una espera y un sudor. En la cama, desnuda, me espera Fernanda. La ventana aún está abierta. Pero en su mano hay un cuchillo desenfundado que anula el mío y en su gesto una clausura. Sonríe y en la sonrisa está Elena, su traición, Fernanda, la enfermera irrelevante, otro instrumento de Elena. Sobre un tocador, en un espacio de nácar y espejo donde se peinan las mujeres antiguas, atisbo unas hojas con la letra de Elena, con su habitual pasión por reflejar cada movimiento con parciales muñequitos idiotas: es uno de sus esquemas, no me faltan fuerzas para reconocerlo. Esta vez he sido yo el muñequito idiota, pero de otro esquema, de un esquema del que yo era víctima, yo he seguido todos los pasos previstos, las pausadas huellas de un suicida involuntario. Comprendo entonces la droga profunda y escondida en el olor de un cuello, comprendo la luz mareante, comprendo el desaire aleccionador en el parque solitario, comprendo, con un principio de incredulidad, el cálculo asombroso que ha diseñado, para mi sola perdición, toda esa cadena. Sin haberlo percatado, ya estoy frente al abismo. Fernanda se levanta, viene hacia mí con injuria y paso depredador, con el sexo que es un vivo hervor contra su piel cruda. Mientras el cuchillo se refleja apenas en sus ojos enloquecidos, una convulsión me reintegra a las formas de un miedo sagrado. Pero soy arrogante hasta en la fatalidad y me dispongo a morir con el pecho por delante, con una pose del todo sin esconder, como mueren los muy vanidosos ante un público que los admira o los muy ingenuos ante un dios que los consuela. Fernanda, una fiera que ha curado muchas heridas en un inimaginable hospital, se lanza definitivamente sobre mí. Me reafirmo entonces en la idea que me trajo a buscar desesperadamente este desenlace: Elena nunca falla en sus proyecciones. Una vez más, por última vez, ¡ah, el esquema se está cumpliendo!

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Copyright ©Héctor Lisonje, 2004
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Fecha de publicaciónMayo 2005
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