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Los temblores y las horas

Héctor Lisonje
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Los temblores y las horas
viven sin dignidad,
pero viven porque saben
que vivir es ignorar.
ALEGACIONES
Alegó que durante su viaje había matado a alguien,
y que había rezado a los incendios,
y que había robado luz a una ceguera,
y que había encarcelado a Dios en un espejo,
y que había agregado sombras a un solitario,
y que le había arrebatado un segundo a un siglo,
y que había besado una espada bajo la lluvia,
y que había ensayado quietudes en un osario,
y que había condenado a una mujer
a perseguir un desamor entre la niebla,
y que había desarmado una penumbra
para alinear todas las muertes de su lado,
y que estaba cansado y entristecido,
y que había contemplado una interminable puesta de sol
y una carreta llena de moribundos arrastrada por bueyes furiosos,
que se parecían en algo, dijo, a la ciega potencia de la eternidad
y a la turbia inmediatez de las pasiones humanas,
que todo lo arrasan y que todo lo dejan intacto para la perdición:
la vida es el tenue y plural coraje por disfrazar
lo inútil con la actividad,
lo perverso con lo amable,
lo aparente con lo esencial,
lo puntual con lo continuo...
Cuando los hombres se hartan de ese mérito,
desengañados y limpios, se entregan a la serena profusión
de las alegaciones y la muerte.
NO TIENES NOMBRE
No tienes nombre,
insensible flor desgreñada.
En los incendios tu nombre tiene
un balcón del tiempo a la nada.
Si tu carne acepta ese fuego,
a tu juventud le sobran distancias
y con los estoques del sol en la nieve
dramatiza tu voz en las ventanas.
Todo se entibia en el alba que te absuelve...
No tienes nombre,
lento caballo de tu insomnio
humildemente coincidiendo
con el lento caballo de mi insomnio.
El mundo durmiendo y una sola lágrima no lo despierta,
lágrima que hemos soñado y acaso compartido;
un mar condensado en el rubor se te calienta:
todo entre las pasiones se comunica,
todo entre las sombras se comenta.
No tienes nombre,
se abre paso en tu rostro
la llaga que te sobrevuela.
Como la luz demasiado intensa
que, al tiempo que ilumina, ciega,
son la boca abierta que calla
y los ojos muertos que esperan:
¡Quedarte quieta con la palabra
que suelta me daría la vida...!
¡Encerrarla en prisión de nada!
En vano siempre la escucharía.
No tienes nombre.
Había sido tan alto tu amor por la vida
que las cosas que amabas se volvieron vulgares.
Me gustaría poder caerme al mar donde vives
desde una torre gris, desde una nube enterrada,
y que mi labio paralítico bese en tu nombre
el fondo de las arenas: de mi noche esperes nada
ni de mi deambular la imaginación sin cadenas,
que no hay para ser desgraciado
como creer en las cosas que sueñas.
No tienes nombre.
Como lo infinito, eres incomprensible,
y como lo incomprensible, memorable:
ya no me engaño con tu olvido,
ya no me hiero con tu sangre.
Es muy cierto que no tienes nombre ni destino,
porque apareces cuando te vas
y porque me parece cuando apareces
que ya nunca regresarás.
SOY
No soy sino lo que todavía parezco;
porque si aún aquí permanezco
es para mejor perecer.
Soy valiente, porque todo lo que amé se volvió imposible.
Soy desgraciado, porque la lucidez es un castigo que nuestra inteligencia la impone a nuestra felicidad.
Soy orgulloso, porque la dignidad de los hombres de hoy será la justicia de los hombres del mañana.
Soy inmortal, porque la eternidad nace de la elección de diversas muertes en el período de una única vida.
Soy enamorado, porque sé que no existe mayor dicha que un amor desdichado.
Soy prudente, porque puede ocurrir que, por ganar lo que no se necesita, se acabe perdiendo lo que más se quiere.
Soy tímido, porque mis verdades aspiran a decrecer el tono, a aferrarse a los teatrales efectos de lo agónico, a reptar buscando la silenciosa respuesta de quienes se niegan escucharme.
Soy elucubrador, porque sé que la conjetura tiende a la esperanza y la constatación al fracaso.
Soy intelectual, porque el pensamiento es la fuente de las depravaciones que no se consumen en la mera repetición.
Soy nostálgico, porque la experiencia, madre de la verdad e hija de la intuición, me probó que no estabas hecha para la vida, sino para el recuerdo.
Soy ateo, porque Dios es una costumbre de la desesperación de quienes necesitan construirle un rostro al vacío.
Soy desesperado, porque intuyo que el verdadero rostro del vacío se repite cada día en los espejos.
Soy invisible, porque sólo tú viste en mí lo que debería haber sido para parecerme a lo que fui.
Soy monótono, porque renuncié al gracioso aburrimiento de las diversiones concertadas.
Soy egoísta, porque solamente te quise para que me defendieras del creciente peso de la inexistencia.
Soy soñador, porque el sueño de los hombres es, o debiera ser, el preciso reverso de la Historia al fin arrepentida.
Soy imprevisible, porque di en perfeccionar mi frustración en los imprecisos espacios donde habita el vértigo de las mujeres sin nombre.
Soy auténtico, porque seré muchas veces lo que soy ahora, o no seré más.
Sólo seré miserable si me abandonan el silencio y la palabra,
sólo seré pequeño si permanecen arriba los puentes y la luna,
sólo seré cobarde si me acomodo impunemente a la sombra de tu mano para que sobresalgan los temblores del decir y la promesa.
A DENTELLADAS
Las horas me fueron dejando
una muerte entre los dedos.
Otros me la fueron quitando;
ahora rezo por ellos.
Los techos descolgarán nuevos gritos
en el crepúsculo sin nadie.
La indescifrable constancia de un recuerdo,
propondrá el delicado horror de las cornisas.
En los bordes del espejo
estremecerá desiertos mi pasado
y sabré que los violentos ojos
sustraerán su voz a la mentira.
El reloj hueco, frente a los toros de la memoria,
coserá movimientos,
y una suavidad de siniestros vomitará la rosa
linda, paradita, vivamente silenciosa
como una tristeza recién acabada.
Acaso la rosa, entonces, invente las manos.
Un fuego me humillará la espalda,
se alzarán mis actos hacia la sangre propia,
erguido de metal, se armará contra mí el silencio,
cuchillo de caricias, estilizando el desgarro
hasta fabricar una geometría nueva
y remodelar el infierno,
inferir un pozo tras cada puerta,
trazar una ventana sobre cada caída,
calentar una herida sobre cada momento.
Con espasmos que desgastan,
que cortan y cierran,
saltan las trizas del agua, la luz y el grito,
se me queda en las manos
la impresión del fantasma que he sido
y que de pronto se resuelve en tiempo infame,
en un insulto, una flaqueza,
una protesta amarrada a los cielos y la noche:
¡Quién me perdonará la esperanza,
quién recibirá la última mordedura de mis sentidos
cuando todo desaparezca,
quién firmará la claudicación en el sobre manoseado,
quién rogará al mensajero para que lo transporte sin diligencia,
para que se arriesgue al piadoso acto de perderlo,
quién embellecerá con mi muerte los sacrilegios de su memoria!
Blanda de ira y de fiebre, mi cara
habrá recobrado la locura de una sonrisa
con todo el pasado dentro,
las nieblas de mi sangre
acariciarán las alfombras y los muros,
y la existencia será como tener
el destino entre los dientes,
y ceñir de duelo y desmesura
el cuerpo anochecido,
y gritar y seguir existiendo
en otro vano silencio entristecido.
LOS TEMBLORES Y LAS HORAS
La eternidad es el paciente grito
de los quietos hombres desolados
que dialogan con su destino.
Hecha de ignorancia, patio y pasadizo,
arrancada de la sombra de las horas,
entre lejanas estatuas se enjuiciaba
una ambición de eternidad.
Inconscientes de estiércol,
los paraísos se ausentaban,
y mi indistinta tarde se apretaba,
en estudioso desaliento de teoremas y luz estricta,
sobre la destrucción de las ideas.
Mientras vagabundeaba entre libros como entre escombros,
un Dios inmovilizado,
desde siempre manufacturado y fantasmal,
infatigable agricultor de cementerios,
lentísimo trasluz en los colores de una vidriera,
perentorio anciano que arrestaron
la ciencia, la duda y el olvido,
me destinaba el venenoso instrumento
de una resignación sin porvenir,
algo anticipadamente prostituido y sudoroso,
demasiado parecido a la angustia y a la renuncia
y al sucio acomodo con que enferman los cielos su reinado.
Una escapatoria: la negación.
Una degeneración, un paliativo: recurrir a la intemperie.
Un impulso: sacrificar todo el amor de Dios
en favor del odio de los hombres.
Una provisional enseñanza: tu inocencia.
No había mayor felicidad que residir
en la carne de tu sombra, esperma malherido,
gran risotada del deseo, juego rutinario
o luna emparedada entre cabellos
en que lo absoluto se arrepiente y contamina.
En un sólo instante te desencarnaba los rubores
con un suburbio de dedos ensañados,
inexpertos, contraídos, dramáticos
apenas vislumbrados, siempre ajenos.
Como insanas raíces polvorientas
se metían los unos entre los otros,
explorando ritmos, tensiones, huidas,
arrugas sin víspera.
«Así se eternizan las muchedumbres»,
recuerdo que pensábamos,
y ese vago descubrimiento nos inducía
a desordenarnos la luz,
a permutarnos el ámbito de una cicatriz
o un labio con una sonrisa rota,
a caer hacia la etapa animal
de la beatitud y el descanso
y desembarcar en la irreversible ejecución
de los temblores y las horas.
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Copyright ©Héctor Lisonje, 2006
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Fecha de publicaciónJunio 2007
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