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Como el cielo los ojos

Iñaki 8

Edith Checa
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Es la tercera vez que me dicen que tengo mala cara en lo que va de día. Ya está bien. Qué suerte tienen las mujeres, se plantan una buena capa de maquillaje y adiós malas noches, ojeras, bolsas, desesperación, tristeza, adiós todo. Yo aquí, como un payaso de circo, enseñando mi desdicha sin poder evitarlo. Intento reír, sonreír a todo el que pasa o me saluda, y creo que lo consigo. Pero lo que me es imposible es mantener esa sonrisa más de unos segundos, así que todo aquel que ha entrado a verme al despacho, me lo ha dicho:

«Tienes muy mala cara.»

«¿No duermes bien?»

«Hay ahora unas pastillas para el insomnio que no necesitan receta médica para ser expedidas y que no crean adicción, están basadas en un antihistamínico.»

He pasado mala noche, no puedo negarlo. Una de las peores noches de mi vida. Su aroma penetró en cada recoveco de mi casa, en cada pequeño escondrijo de mi alma y no me la puedo sacar. No puedo sacar su voz y sus versos y siento cómo me mira, a veces feliz, otras llorosa, otras con ojos de amiga confidente, y otras... no me mira, como el ultimo día que la vi: Yo le había mandado aquella horrorosa carta-telegrama en la que le decía: adiós. Después de aquello Pilar me llamó para invitarme a cenar con unos amigos y a ver diapositivas del Nepal y la India. Al invitarme me dijo muy claramente que ya habían confirmado que iban a ir Isabel, Mirian y Teresa. No sé si me lo dijo, precisamente, para que no fuera, lo cierto es que me decidí en un segundo. Yo no iba a dejar a mis amigos porque ella estuviera en esa reunión. No iba a perder ni una sola de mis amistades porque las compartiera conmigo. Fue el último día que la vi. Cuando llegué aún no había llegado. Estaba nervioso: mi carta seguro que le sentó mal y, dado su carácter, era muy capaz de armar el espectáculo cuando me viera allí sentado plácidamente entre los amigos. Al llegar sonrió a todos los presentes, menos a mí. Ni siquiera me miró. Teresa le echó los brazos para que le diera un beso, también Mirian, yo me levanté e hice ademán de darle dos besos. Noté cómo se echaba para atrás, no se lo esperaba. Al fin, viendo que no había más remedio, claudicó y se dejó besar, rígida y fría como nunca antes la había visto. Tuvo la astucia de no sentarse frente a mí, si no en la misma línea del sofá. En toda la noche no se dignó a mirarme. Yo aproveché los momentos en que ella hablaba para opinar y seguir su conversación, pero me ignoraba casi siempre... y si en algún momento mi pregunta quedaba en el aire y era muy evidente su indiferencia contestaba escuetamente sin mirarme y cambiaba el rumbo de la charla. Cuando apagaron las luces para ver las diapositivas pusieron las sillas en círculo de tal forma que podía verla de perfil. Un perfil cambiante según los colores que se reflejaban en su cara. Yo notaba su malestar en la caída casi imperceptible de los dos surcos que rodean su boca.

«Cuando estoy tensa o disgustada noto una tirantez tremenda en la cara. Es como si alguien jalara de mis mejillas hacia abajo y, por más que intento sonreír, es inútil, no puedo recomponer el gesto.»

Esa noche la vi por última vez. Cuando tomamos el cava con los pasteles y elevamos nuestras copas para brindar, vi como huía de mi copa como de la peste. Observé a todos los que estábamos, me dio miedo que notaran su malestar y su desprecio: Teresa y Mirian sabían algo, no sé hasta dónde, pero tan exagerado fue el disimulo que se hizo evidente; el tal Javier era nuevo, no podía saber nada; Pepe, como siempre, no se enteraba de la película; la anfitriona, Berta, estuvo conmigo un poco seca, seguro que sabía todo... Pilar, posiblemente también.

Se fue rápido. Corrió lo que pudo para no bajar conmigo en el ascensor, en ese momento me sentí aliviado.

Ésa fue la última vez que la vi... pero a veces todavía me cuenta «historias con argumentos mágicos», y me sigue regalando «versos de guirnaldas violetas», y me susurra «con infinita ternura» que me ama. Ella es «un mar de intensos colores por el que puedo bogar». «Sus labios, con olor a bosque» besan mi risa, mis silencios, mis tristezas. Sus manos acarician las dunas de mi piel, arrullan mi cansancio hasta desvanecerlo, mecen mis letargos al alba y se enlazan con las mías para soñar.

No, ya no. Sus manos son ceniza, y su boca, y su lealtad, y su orgullo, y su sinceridad, y su cariño, y su vehemencia, y sus arrebatos de cólera, y su ingenio: ceniza. ¿ Recuerdas?: un día cogí un poema de tu escritorio, hablaba de la ceniza. Te pregunté si lo habías escrito para mí. Fuiste sincera.

«No, lo escribí antes de conocerte pero lo tenía guardado en el ordenador, como otros, y al final he decidido imprimirlo.»

Me lo llevé, te lo robé.

«Yo quiero ser la ceniza que se funde en los misterios del aire; ceniza iridiscente que se filtra en el éter, sutil e invisible, imponderable transmisor de la luz. Quiero ser dueña de cada arco iris; quiero ser arco iris y el suspiro del viento que danza el vals sinuoso de las gaviotas violeta. Quiero ser la brisa furtiva que juegue entre los dedos de sus manos, entre los mínimos bucles de sus pestañas y perdure eternamente en la retina azul de mi viajero; quiero ser ceniza iridiscente para fundirme en los misterios del alma...»

¡Basta!, ¡no puedo más! Me estoy volviendo loco. ¡Basta!, ¡se acabó este juego!

¡Ya estamos! Otro maldito telegrama de mi maldita «ex». ¿Cómo no?, vuelve a atacarme porque le tocaba ver a Julio y no ha querido ir a su casa. ¡No tiene vergüenza!, me manda telegramas, me denuncia y es ella la que no me da a los pequeños. Mis hijos. La última vez Francisco me hizo la jugada de tirase al suelo y gritar para asustar a los dos pequeños. Me denunciaron mis propios hijos en comisaria. Y la anterior vez, el día tres de diciembre del año pasado, nunca se me olvidará esa fecha, ¡me hicieron tanto daño! Llamé a Isabel, mi querida Isabel, ya éramos solo amigos, se lo conté para desahogarme, le conté cómo desde que los recogí el viernes me sorprendió lo simpático que estaba Francisco. No se metía conmigo, no me insultaba como me insulta siempre, no me miraba con desprecio. Estaba muy amable, y los pequeños, contentos y solícitos: papá por aquí, papá por allá. Me preguntaron qué íbamos a hacer ese sábado, yo les dije que les iba a llevar a la nieve y que comeríamos en algún restaurante de la sierra. Se pusieron como locos a dar saltos, a mí me extrañaba todo aquello, me sorprendía, pero no podía esperarme ninguna maniobra de la madre. Cuando llegó la hora de dormir mi hijo me deseó buenas noches y me dijo que como yo soy más dormilón que ellos, y no había que levantarse pronto para ir a la nieve, que él se encargaría de dar los desayunos a sus hermanos. Preparamos entre los dos las tazas, platos y cubiertos para que desayunaran en condiciones en la mesa del comedor, y me acosté más feliz que nunca por tanta amabilidad. Me lo dijo: «No te fíes, Iñaki, algo trama, algo está tramando». Al día siguiente, sábado tres de diciembre de 1994, cuando me levanté —ilusionado por llevarles a la sierra— mis hijos no estaban. En la mesa, preparada para el desayuno y sin utilizar, había una carta dirigida a mí. Francisco y los pequeños la firmaban:

Papá:

Hoy es tres de diciembre, es el aniversario del día en que nos abandonasteis Julio y tú, así que te abandonamos para que sepas lo mal que se pasa.

Francisco     Pablo     Jaime

¡Dios mío!, ¡Dios mío! Ya no puedo recuperar a mis tres pequeños. ¡Víbora!, me los tiene convencidos de que soy el peor padre, que soy despreciable... Está llegando la primavera y aún no han venido por sus juguetes de Reyes... y no sé si podré dárselos algún día. La noche de Reyes estuvimos juntos con otros amigos en un cotillón, ya éramos sólo amigos, le dije a las cinco de la madrugada todo ilusionado:

«Me voy corriendo a empaquetar los regalos porque mañana vienen mis hijos y quiero darles la sorpresa de los paquetes.»

Me miró con ojos tristes, me cogió del brazo con cariño y me dijo:

«Vete a casa, pero no te hagas ilusiones, no quiero que sufras. Tus hijos te abandonaron el día tres de diciembre, y el diecisiete fueron a hacerte la última encerrona para denunciarte por malos tratos. No te lleves otro chasco. Tus hijos, Iñaki, no van a estar contigo mañana día de Reyes. No quieren tus regalos.»

¡Cuánto me dolió su sinceridad! Me solté de tu brazo, mi querida Isabel, y me fui casi odiándote por lo que me habías dicho. Me fui a casa con la ilusión y la incertidumbre; con la alegría de una noche tan mágica y la amargura que me produjo tu franqueza. Y envolví los paquetes cada vez con menos fuerza, con menos maña, con menos ilusión. Me di cuenta de que los tenía perdidos. Los perdí. Hace casi tres meses que no los veo. He llamado varias veces para hablar con Pablo y Jaime, para decirles que su hermano mayor quiere verles. La barrera es Francisco que siempre coge el teléfono y nunca me pasa con ellos.

Cuando llamé a Jaime por su séptimo cumpleaños ni siquiera se puso:

«No quiero, papá es tonto... Papá es tonto.»

Papá es tonto... tengo clavadas tantas frases...

Julio está destrozado, le gustaría ver a sus hermanos. Sería muy feliz si pudiéramos estar juntos un fin de semana, pero los pequeños están resentidos con él porque no quiere ver a la madre. Nunca lo conseguiré.

Hoy creo que voy a dormir bien. Estoy cansado, muy cansado... de todo, y noto cómo se me relajan las piernas y los brazos, y los párpados, es Isabel quien me los besa, es el aliento de Isabel y sus labios que van relajando mi entrecejo..., las sienes..., las mandíbulas..., mi cuello... Es Isabel con sus caricias, quien descarga las tensiones de mis hombros, de mis brazos, de mi pecho en el que entra con ritmo pausado el aire con olor a bosque de su boca.

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Copyright ©Edith Checa, 1995
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Fecha de publicaciónDiciembre 1998
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n052-i08
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