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Javier | Javier | |||||||||||||
Iñaki | Iñaki | |||||||||||||
Paco | Paco | |||||||||||||
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El día de la cena de Pepe fue... aquí está apuntado, el 23 de febrero, justo una semana antes... antes de morir. Esa noche nos miramos en muchas ocasiones. Eran miradas rápidas, de pasada, a veces de soslayo, disimulábamos. Ella comenzaba a tener cierto interés por mí, estoy seguro, y yo... La observaba demasiado y se dio cuenta, quizás se sintió halagada. Tras la cena nos fuimos todos a bailar. Fue estupendo... Creo que bailé más que en toda mi vida. Cuando pusieron música lenta tardé un poco en sacarla, estaba deseando pero, en el fondo... en el fondo no quería..., mi estúpida contradicción, quería y no quería. Lo deseaba pero tenía miedo de dar un paso más hacia ella. Por fin la invité y ella aceptó encantada. Cuando la tuve entre mis brazos la noté rígida, tensa.
«No se me da bien bailar agarrada.»
Pero no era eso, estaba nerviosa, como yo. Cuando acabó la primera canción hizo ademán de irse a los asientos, pero la retuve y se quedó conmigo. Con la segunda canción se relajó un poco más y con la tercera ya estaba casi totalmente tranquila, entregada. Hubo un momento en el que la abracé de pronto más fuerte, la estreché en un abrazo intenso, sólo un segundo y ella respondió... respondió igual, me devolvió la intensidad del abrazo. Teníamos las caras casi juntas. Yo deseaba besarla. Mejilla contra mejilla. Solamente tenía que deslizarme un poco y besar sus labios... y lo hice, lo hice. Aún tengo la sensación esa sensación mágica, siento aquel beso dulce..., me estremecí por un simple beso, ella también... Fui capaz de percibir, de dibujar, su labio superior carnoso y tierno.
Bajó su cara y se escondió entre mi cuello. Volví a abrazarla intensamente y ella respondió a mi abrazo. La siento aún. Todo el encanto del momento se disipó cuando Pepe me tocó la espalda para anunciarme que nos íbamos. Dudé si pedirle que se quedara conmigo. Al final no lo hice..., ¿por qué no lo hice? No volví a verla... y ya es tarde para todo.
Tengo los recuerdos que me ha dado Berta. Su foto. Parece que la estoy viendo el día que nos leyó este relato de su infancia...
«Paseaba por entre los árboles, relajada, sin prisa, en dirección a la casa de mi madre. De lejos, entre tronco y tronco, comencé a ver las escalinatas que dan acceso a la calle paralela. A medida que me acercaba pude distinguir mejor a unos niños que gesticulaban como si rieran arremolinados en los peldaños. Se había levantado un poco de brisa y la tarde comenzaba a decaer. Seguí mirándoles. Se pasaban la pelota de unos a otros y reían. Ya frente a ellos, sentada en el poyete que acompaña al curso del río, pude oír sus risas. Aquella imagen, de los pequeños en la escalera, me hizo recordar una foto en blanco y negro en la que una niña, de pelo lacio y flequillo recto, bajaba por ella con la bolsa de la compra —no entiendo por qué mi padre me fotografió en aquellas escaleras, pero no importa—. Seguí mirando a los chavales y por un momento creí ver, en blanco y negro, a los amigos de mi infancia y a mí misma.
Mi calle era entonces un barrizal inmenso, no existía el asfalto y tres hileras de fresnos y tilos gigantescos adornaban la ribera, los mismos que ahora podía mirar, un poco más viejos, como yo; y, en apariencia, más pequeños, también como yo. Nunca, en esa época de mi niñez, me sentí fuerte y grande, quizás tuvo que ver mucho aquella escalinata. Diez peldaños y un descanso, otros diez peldaños y un mundo diferente e inalcanzable.
El barrizal, duro y ondulado en verano, conseguía que todos mis amigos bajaran a jugar conmigo. Los árboles nos ofrecían un dulce cobijo que guardaba nuestros impulsos de risa cuando jugábamos al escondite. Árboles que fueron testigos de la primera vez que Andrés me cogió de la mano. Al atardecer comenzó el juego y todos corríamos a escondernos tras ellos, aguantando las carcajadas, mientras oíamos al muchacho que la ligaba contar hasta veinte. No había tiempo para pensar, ni para rectificar el camino elegido, así que coincidí con Andrés en un grueso tilo. Respirábamos a bocanadas, mi corazón latía con fuerza. Apoyamos nuestro cuerpo de perfil contra el tronco para no ocupar tanto espacio y estuvimos muy juntos, mirándonos. Él cogió una de mis manos y sonrió. Recuerdo el calor de su piel y la mágica sensación de seguridad que me produjo, aún hoy la experimento si alguien a quien amo mantiene mis manos entre las suyas.
Las escalinatas, que dan acceso a la calle paralela, correspondían al edificio nuevo construido perpendicular a mi casa, el 21. Además de esos veinte peldaños la casa poseía una gran terraza comunitaria donde sólo jugaban los niños de ese portal, “los niños del 21”. Ellos eran mis únicos amigos. Incluido en el lote estaba la portera, una estúpida-vieja-gorda-bajita que me llamaba patilarga y no dejaba que jugara con los chavales en la gran terraza. Debo reconocer que cuando murió, años más tarde, no sentí pena alguna por ella, cosa rara en mí ya que cualquier muerte me entristece —incluso la de una planta—. No me alegré, pero hallé consuelo. La sustituyó un portero muy amable, pero ya era tarde para todo. Esa estúpida jamás pudo imaginar el daño que me hizo durante mi infancia, ¿o sí?
En verano, el lodazal endurecido nos ofrecía a todos la posibilidad de jugar a la construcción de cabañas con ramas y cartones. Dentro de una de ellas recibí el primer beso de Andrés, los primeros abrazos, y se forjó en nosotros esa mirada especial de complicidad en el amor. ¿Dónde mejor que en una minúscula cabaña pueden amarse dos niños? Escuchábamos las voces de los demás que jugaban a construir las suyas, por parejas. Nosotros, dentro de la nuestra, resguardados de las miradas de todos, nos besábamos con timidez. Tan sólo un roce de labios. Creíamos que así eran los grandes besos. Quizás teníamos razón.
Dicen que “las bicicletas son para el verano” y así es, lo malo es cuando tan sólo los niños del 21 las tienen y debes sentarte en el poyete de tu portal a esperar que se cansen y vuelvan para jugar al escondite, al tula o a las cabañas. Nunca pregunté a mis padres por qué no me compraban una bicicleta, como tampoco me quejé por el hecho de merendar siempre pan con aceite y azúcar mientras los demás se deleitaban con grandes bocadillos de oloroso chorizo —¡cómo olían!—, o por cenar cada noche dos huevos fritos, o por llevar la suela de mis zapatos con agujeros. Me alegro de no haberme quejado.
Las noches de verano eran amargas. Mis amigos, obligados por sus padres para tenerlos controlados, jugaban en la gran terraza, a cualquier cosa, qué más da. Jugaban, reían y yo, desde el primer peldaño de la escalinata, envidiaba y me sentía sola. Algunas veces me llamaban porque la portera se había metido en su guarida y no controlaba la situación. Subía con miedo hasta llegar a la terraza y, ya en ella, respiraba hondo y me embargaba una exagerada alegría. A pesar de la oscuridad podía ver desde esa altura los perfiles de los tilos y fresnos con una perspectiva desconocida, desde la terraza del 21. Por unos instantes me sentía rica y segura con ellos. Jugábamos al tula o la gallina ciega y era feliz, hasta que oía el aullido de la vieja: ¡patilarga!, ¡vete de aquí! Al principio me hacía llorar, consiguió incluso que le implorara, pero llegó un momento en que, ante sus desprecios por no pertenecer a aquella casa, y sus insultos, con los que me humillaba delante de todos, opté por contestar de malas manera, acabé insultándola, y esa actitud aumentó el odio que ella me tenía y la indiferencia, y quizás desprecio, de mis amigos.
Las noches de verano eran dolorosas pero el invierno sobrepasaba todo lo imaginable. La lluvia convertía mi calle en un barrizal repugnante que nadie pisaba excepto los que vivíamos en mi portal, y en él no había más críos que mis dos hermanos pequeños. En invierno los del 21 jugaban en la gran terraza, no bajaban a mi calle porque se lo prohibían sus padres. Recuerdo mis botas de agua siempre manchadas de barro. Antes de entrar en el instituto las limpiaba con hojas del cuaderno para no llamar la atención, a pesar de eso el barro era difícil de quitar y se secaba. No había remedio, todos sabían que yo vivía en la ribera del río...
María del Mar era mi gran amiga, vivía en el 21, claro. Fue mi único contacto en el invierno de mis doce años. Por las mañanas, para ir a clase, la llamaba a voces desde la ventana de la cocina que daba a las habitaciones de su gran piso. Ella se asomaba y respondía que me esperaba en su portal. Juntas hacíamos el camino. Me contaba cómo y a qué habían jugado el día anterior en la terraza y algún que otro cotilleo relacionado con Andrés. Me dijo de él que de mayor iba a estudiar arquitectura y que sus padres no le dejaban salir para que se dedicara a los libros. Andrés tenía trece años. Incluso le prohibieron, me dijo, tratar con niños que no fueran del 21 y con aquellos que sacaran malas notas. Mar obtenía magníficos sobresalientes y fue elegida desde aquel invierno como compañera de estudios de Andrés. Yo, sin embargo, tenía muchas cosas en contra para sus padres. Según mi amiga, a pesar de lo que él sentía por mí —no tuvo ningún reparo en reconocer ante ella sus sentimientos— tenía en contra mi pobreza, mi domicilio y mi nulidad como estudiante.
Esas confidencias de María del Mar me dolieron tanto que provocaron en mí el suficiente valor para esperar a Andrés a la puerta de la academia donde perfeccionaba su, ya, magnífico inglés. Tras preguntarle, nerviosa y azorada, por qué no nos veíamos nunca, tan sólo contestó, desviando sus ojos hacia otro lado, que no podía perder el tiempo con chicas, y sobre todo con chicas que no tenían porvenir “como tú” y me miró. Aquel invierno de mis doce años lo perdí todo, perdí a Andrés, a María del Mar, segundo de bachillerato y las ganas de vivir.»
Copyright © | Edith Checa, 1995 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Noviembre 1998 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n052-j07 |
Me llama sobre todo la atención, en una rápida, fragmentaria y desordenada (?) lectura, la nitidez del texto. La capacidad de los fragmentos para insinuar partes decisivas de la historia. Lo cuidado de la edición (para lo que se estila por estos pagos, un lujo). Y lo cercano de la experiencia que se narra.
Seguiría leyendo, pero son las 6:18 de la mañana; la lentilla de mi ojo izquierdo es como un pulpo mucilaginoso, y además, mañana (¿hoy?) tengo tareas... Pero prometo volver, para quedarme hasta el final. De momento, te (me) doy la enhorabuena: ha sido un placer descubrirte.
Hacía algún tiempo que no sentía la cercanía de una historia, y Edith me la ha hecho sentir, no sólo eso, sino la maravillosa sensación de que, afortunadamente, siguen existiendo pinceladas de innovación en este intrincado mundo de la literatura; un nuevo soporte no llega a ser innovador sin una historia que subyugue, y ésta lo consigue...
He leído esta novela dos veces, me impresionó muchísimo, hasta que he decidido traducirla. Soy rusa, vivo en San Petersburgo y estudio el español. La traducción casi la he terminado, lo único que quiero es que mi familia y mis amigos puedan leer esta novela también, porque de verdad que merece la pena hacerlo.
No había leído una novela de este tipo y me impresionó. Las tres historias se pueden leer perfectamente aparte pero creo que el orden sí se debe llevar y me parece que sería bueno que se aclarara eso al lector.
Me gustó mucho la manera de mostrar los sentimientos de cada uno aunque considero que se debió definir un poco mejor a cada personaje porque al final parece que hablan igual.
Es una excelente novela y me ayudó a pasar un día en mi trabajo mucho más constructivamente que otros tantos.
Estoy estudiando los hipertextos en profundidad para mi doctorado. Es una historia que empieza por el final, por la muerte de la protagonista y narra los sentimientos que produce esta muerte en tres hombres importantes en su vida. Bien, es un comienzo, cuesta mucho leer un hipertexto entero. Otro día más, dejo aquí lo que en un libro impreso sería mi separador.
Me gusta el formato y tamaño de letra que ha elegido la autora, es cansado para mis ojos anclados en la era Gutemberg leer en la pantalla del ordenador y este hipertexto es cómodo, también me gusta su narración poética y la traslación de meterse en el pensamiento de tres hombres importantes en la vida de una mujer. ¡Felicidades, a por otro hipertexto!
Psché, yo y mis amigos con unas copas de más en el sábado noche se nos ocurren historias mucho más originales de ésta, que tiene cualquier mérito menos la originalidad.
Realmente estuvieron buenas estas palabras. Qué ganas de haberle dicho esas palabras en el momento adecuado. Pero al fin las he encontrado y me he emocionado hasta las lágrimas. Creo que tomaré prestadas algunas frases que no supe decir en aquellos momentos. Seguiré leyendo.
Sencillamente extraordinaria. Me fascina la técnica de lectura no lineal, creo que a esto lo llaman hipertexto. Felicitaciones por todo.
En la última parte, la de Javier, he llorado como no lo hacía desde hace mucho tiempo. Tal vez porque me ha ido preparando emocionalmente con esos versos tristes durante todo el relato, desde Paco, pasando por Iñaki, hasta Javier... como si fuera el trayecto de una vida hacia la "felicidad". Muy buen relato.
Me gusta la forma con la cual el autor expresa cada idea, cada sentimento y cada sensación haciendo que el texto adquiera algo distinto a los demás y la forma en la cual se mezclan las ideas formando algo distinto.
Me gustó mucho ya que este tipo de lecturas son muy interesantes ya que no nada más vez la versión de un personaje si no muchos personajes mas. también es muy bueno ya que, puedes ver cualquier capitulo o fragmento y sigue teniendo el mismo sentido por que hablan de una idea central, que en este caso es la muerte de una persona, sea donde sea el capitulo que leas si le vas a entender, mientras que en los libros no puedes hacer eso. EXCELENTE!!!! ME ENCANTÓ EN VERDAD!!!!
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